Sé que he fallado. Sé que me han fallado. Y aun así, acá sigo, eligiendo mirar el vaso medio lleno, no por ingenuidad sino por resistencia.
Soy de las que pide disculpas sin tapujos, porque así me enseñaron y porque entendí que pedir perdón no achica, humaniza.
También sé disculpar, porque a la perfección ya le ganamos la pulseada desde el lado de lo imperfecto, ese territorio real donde se vive de verdad.
Me miro y me reconozco multifacética, multifuncional: la que siempre está, la que todo lo puede, incluso cuando está —o intenta estar— en mil lugares a la vez.
La que sostiene, la que empuja, la que resuelve, aun con el cansancio escondido detrás de una sonrisa prolija.
Pero terminando este 2026 me enfrenté, sin maquillaje, a una verdad necesaria:
la capa puede —y debe— quedar colgada por un tiempo.
Que no todo depende de mí.
Que no todo tengo que poderlo sola.
Y tal vez el aprendizaje más valiente sea ese:
entender que en este 2026 aceptar ayuda no es una derrota,
es descanso,
es conciencia,
es amor propio aprendiendo una forma nueva de existir.
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