—Vuélvete diferente en este mundo tan común —le repetía a Sol, su nieta, mientras le trenzaba el pelo despacio, como si en cada nudo estuviera atando un deseo.
Sol no entendía del todo. Miraba por la ventana el barrio quieto, las casas parecidas, las rutinas copiadas unas de otras. Todo parecía correcto, prolijo… y un poco triste. Doña Luisa, en cambio, tenía las manos arrugadas de vivir distinto: hablaba con las plantas, guardaba botones sin par, lloraba con canciones viejas y se reía fuerte cuando nadie más se animaba.
—¿Y cómo se hace eso, abuela? —preguntó un día Sol, con la curiosidad temblándole en la voz.
Doña Luisa sonrió, esa sonrisa que no apura respuestas.
—No se hace, mi amor. Se es. Aunque duela. Aunque incomode.
Con los años, Sol empezó a notar que no encajaba del todo.
Sentía demasiado, preguntaba de más, no sabía callarse frente a las injusticias ni fingir que algo no le importaba. A veces quiso ser común, descansar en la comodidad de parecerse a todos.
Pero cada vez que lo intentaba, algo adentro se le apagaba.
Entonces recordaba a Doña Luisa, su voz, sus silencios.
Su forma de estar en el mundo sin pedir permiso.
Y entendió.
Ser diferente no era ir en contra de todo, sino a favor de sí misma.
Era elegir la ternura cuando el mundo endurecía, la verdad cuando convenía mentir, la sensibilidad cuando otros la llamaban debilidad.
Hoy, cuando alguien le pregunta por qué es así, Sol sonríe como su abuela y responde bajito, casi en secreto:
—Porque alguien, una vez, me enseñó que en un mundo tan común… ser diferente es un acto de amor.
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