Había una vez una nena llamada Alma que, en lugar de querer ser princesa, doctora o astronauta, soñaba con ser… ¡un gato!
Cada mañana miraba a su gato Bigotes, que se estiraba largo como un acordeón y luego dormía plácidamente en el sillón.
—Qué vida tan maravillosa —pensaba Alma—.
Dormir cuando quiero, trepar los techos, mirar el mundo desde arriba y caminar con pasos sigilosos como un secreto.
Un día, mientras jugaba con un ovillo de lana, Alma cerró fuerte los ojos y deseó...
—¡Quiero ser un gato, aunque sea por un día!—
Al abrirlos, se encontró con algo sorprendente, tenía orejas puntiagudas, bigotitos y una cola que se movía sola.
—¡Miau! — dijo, y se asustó de su propia voz.
Alma pasó el día recorriendo su casa como felina.
Caminó sobre la mesa sin que nadie la retara, saltó hasta la ventana y miró el jardín desde la altura.
Descubrió que podía escuchar el vuelo de un pajarito antes de verlo y que el viento olía a miles de cosas distintas.
Pero también descubrió lo difícil, nadie le entendía cuando hablaba, el agua de su plato sabía rara y, lo peor de todo, su mamá no la abrazaba porque pensaba que era solo Bigotes con más hambre de lo normal.
Ella sintió un poquito de tristeza, entonces se dio cuenta...ser gato tenía cosas hermosas, pero también extrañaba ser nena...
Quería volver a reír con su voz humana, a jugar en la plaza y, sobre todo, a sentir los abrazos de su mamá.
Cerró los ojos muy fuerte y susurró:
—Gracias por mostrarme tu mundo, minino bello… pero prefiero el mío.—
Y al abrirlos, ya no tenía orejas puntiagudas ni bigotes. Volvió a ser Alma, la nena que quería ser gato… y que había aprendido que uno puede soñar con ser otra cosa, pero lo más lindo es disfrutar de lo que uno es.
Esa noche, Alma acarició a Bigotes antes de dormir y le contó un secreto:
—Yo también tuve un corazón de gato por un día.—
Bigotes, que parecía entenderlo todo, ronroneó tan fuerte que la habitación entera se llenó de un suave motorcito de amor...
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